lunes, 3 de enero de 2011

La tentación de la ventana, los escritores suicidas


El diccionario nos avisa que suicidio es una “voz formada a semejanza de homicida, proveniente del latín sui, de sí mismo, y caedere, matar”. De modo que suicidarse es matarse a sí mismo, aunque también puede darse el caso del suicidio inducido por otro: Nerón obligó a Séneca y el filósofo se cortó las venas, tomó veneno y, por último, agobiado por el asma, se asfixió en las termas. ¿Y cómo no recordar la cicuta que acabó con la vida de Sócrates?

La decisión de autodestruirse es milenaria y exclusiva del género humano. A partir de la heroificación del “yo”, en el siglo XIX, ciertos suicidios adquirieron una aureola romántica, un nimbo que los mitificaba. Recordemos cómo la lectura Las cuitas del joven Werther de Goethe provocó numerosas muertes entre los jóvenes de su generación.

La tendencia a la autoinmolación –cuyos extremos oscilan desde la muerte silenciosa hasta el famoso harakiri- es potenciada por varios factores: la baja tolerancia a la frustración, una descolorida autoestima, pérdida de lazos afectivos, falta de interés en el mundo, desequilibrios de la química cerebral y no se descarta, incluso, una arista genética . Nadie, es cierto, está exento de elegir el camino de la muerte, pero los escritores, poseedores de una sensibilidad exorbitada, son acaso los seres más vulnerables. Comentemos, pues, algunos casos célebres.

Los filósofos vencen la tentación del suicidio acaso porque no son tan atormentados –como los poetas-, gracias al diálogo crispante entre la lucidez y la sensibilidad extrema. Si navegamos el vasto mar de la historia de la filosofía encontraremos escasos ejemplos de pensadores suicidas: Auguste Comte, deprimido por la ausencia de su mujer –una prostituta con quien se casó, según dijo, como resultado de un “cálculo generoso”-, se arrojó, sin conseguir su propósito mortal, a las aguas del río Sena; a las aguas del mismo río donde muchos años después se lanzaría el poeta Paul Celan el autor de Fuga de la muerte: “Cavamos una tumba en los aires , ahí no hay estrechez”. Por otro lado, Ángel Gavinet –más novelista que filósofo-, el adelantado de la generación del 98, murió en las aguas del río Duina.

La lista de los poetas o escritores suicidas, en cambio, es enorme, y las formas que eligen para suspender “la cadena de milagros que es la vida” –como la llamó el poeta brasileño Manuel Bandeira-, son múltiples: la defenestración –arrojarse por la ventana-, el disparo, la soga, el veneno, el iracundo mar o el gas, que abrevió los días de la poeta estadounidense Sylvia Plath (1932-1963), quien escribió el poemario Ariel, dejando una breve nota junto al horno donde sumergió su cabeza: “Debería haber un ritual para nacer dos veces: remendada, reparada y con el visto bueno para volver a la carretera”; penosa manera de decir adiós al mundo.

Ignoro si por razones de índole práctica un hombre como José Asunción Silva (1865-1896), artífice de un nocturno de versificación acentual perfecta, prefirió la bala en el corazón, en ese corazón localizado por el trazo tembloroso del médico que, según narra Raúl González Tuñón, atendió al poeta poco antes del crepúsculo. Sin asideros afectivos firmes tras la muerte de la hermana, después de que naufragara parte central de su obra y que eclipsara los negocios heredados del padre, autor del “Nocturno” decidió romper la cadena de sus infelices días: “Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte, / era el frío de la nada… / y mi sombra / por los rayos de la luna / proyectada”.

¿Por qué la poetisa argentina Alfonsina Storni (1892-1938), atribulada por una grave enfermedad, eligió el mar para borrar sus lágrimas? Aquellas lágrimas caían, como en uno de sus más entrañables poemas, “de los ojos a la boca con sequedad de siglos”. Storni había cantado al mar: “Oh mar, dame tu cólera tremenda / yo me pasé la vida perdonando, / porque entendía, mar, yo me fui dando: / piedad, piedad para el que más ofenda”.

Durante la víspera de su última actividad, el futuro suicida toma dos decisiones fundamentales: la elección de la manera de morir: forma es fondo. Es cierto, no todos los suicidas preparan el escenario y la circunstancia de su despedida, pero algunos eligen entre la violencia y el tranquilo desasimiento del mundo: comparemos, por ejemplo, el balazo en la boca del poeta chileno Pablo de Rokha (1894-1968) con los pies desnudos de Virginia Woolf que se hunden en el río Ouse, o con el Seconal que interrumpió la poesía de Alejandra Pizarnik (1939-1972); la cobarde temeridad del suicida adopta métodos disímbolos.

En el gremio de los narradores sobresalen también ejemplos notables. El atormentado escritor romántico Heinrich von Kleist buscó la muerte desde su adolescencia, cuando se dio cuenta de que la razón no era suficiente para vivir y, finalmente, la encontró el 21 de noviembre de 1811 a los 34 años junto con Henriette Vogel –con la que hizo un pacto de muerte-, no sin antes quemar el resto de su obra. Después de escribir sus cartas de despedida, se instalaron en un hotel tan serenos y felices como unos lunamieleros, subieron a la montaña y tomaron un té. Él le disparó en el corazón y después se pegó un tiro en la boca. El escándalo de su muerte causó conmoción e hizo que la crítica reparara, al fin, en su obra.

Hay escritores que presagian, en el seno de algunas de sus creaciones, la malhadada circunstancia de su autodestrucción. Tal es el caso del novelista norteamericano Jack London –cuyo verdadero nombre era John Griffith–, que en su obra Martin Eden nos presenta al personaje protagónico, transposición nítida del propio autor, un hombre que cumple un destino trágico –durante un crucero por los Mares del Sur- a pesar del éxito, de la gloria y del dinero. Jack London, abrumado por los multiplicados fantasmas del delirio alcohólico, se suicidó en Glen Ellen, California.

Un halo de irresoluble misterio rodea aún famoso pacto de muerte de Stefan Zweig y su esposa Elizabeth –Lotte. El biógrafo, novelista y traductor austriaco se suicidó a los 61 años, junto con su mujer, en Brasil, donde había vivido los últimos años de su vida. Veronal o formícida fue la sustancia ingerida por la pareja y, tras la doble muerte, se descubrieron cartas anónimas que amenazaban al autor de 24 horas en la vida de una mujer, Impaciencia del corazón y la confusión de los sentimiento y, asimismo, se encontró una declaración final, que iniciaba –¡qué extraño!– en primera persona de singular, como si la decisión hubiese sido monolítica: “Antes de dejar la vida por mi propia voluntad…”. Se cree que la motivación del acto fue la percepción, para un hombre ultrapacifista, de la insoportable ruindad del mundo: “el destino me ha condenado con una mirada insobornable, una mirada dura, pero un corazón frágil”.

Una forma distinta de desaparecer practicó el autor de El viejo y el mar: un escopetazo eclipsó el talento de Ernest Hemingway, quien pasó sus últimos días agobiado por intensas oleadas paranoica, por el alcohol, ¿quizá?, por sus propios fantasmas, ¿tal vez? Nunca sabremos si, abatido por una depresión que le calaba a los huesos, José Agustín Goytisolo (1928-1999) –miembro de una prestigiosa familia de escritores catalanes– decidió arrojarse por la ventana a la región de nadie, o si sus pies resbalaron a la hora de auscultar aquella boca de la muerte. El cuerpo de Goytisolo había volado desde un tercer piso, en agonizante invierno de 1999, hacia el asfalto de una calle barcelonesa. Se trataba, como se intitula uno de sus libros, del Final de un adiós. El creador de “Palabras para Julia” y otras canciones había cedido a la tentación de la ventana: “Tú no puedes volver atrás / porque la vida ya te empuja / como un aullido interminable. / Hija mía, es mejor vivir / con la alegría de los hombres, / que llorar ante el muro ciego”.

El novelista cubano Alejo Carpentier escribió que los poetas son los seres más indefensos del mundo. En las páginas de la creciente literatura universal, el censo de poetas suicidas habrá de ser inmanejable. Y quizás no haya esperanza para evitar el despeñadero sin fin de estos seres atormentados, siempre en el límite de la desolación y el desahucio al comprender el sinsentido que es la vida.

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