domingo, 13 de enero de 2008

Signo, perro y mentira


Hubo una vez un pueblo llamado Balnibarbi, cuyos sabios, preocupados por el lenguaje, emprendieron un proyecto que pretendía suprimir completa y absolutamente todas las palabras. Para llevar a cabo tan intrépida misión, los hombres tendrían que llevar encima todas las cosas que necesitarían para expresar correctamente aquello de lo que tuvieran que hablar. Los más doctos y entendidos abrazaron con entusiasmo el método de expresarse por medio de cosas, aún con el inconveniente que suponía llevar a cuestas un bulto grande de objetos cuando se tenia que tratar un asunto amplio y variado.

Palabras, ¿Para qué sirven las palabras? Para estos sabios del clásico Swift, Los viajes de Gulliver (1), no eran sino nombres de cosas, de ahí que hubiera razones prácticas para eliminarlas usando las cosas mismas, aunque yo me pregunto cómo hubieran hecho con tan singular método para expresar “intrépida misión”. Lo que estos hombres consideraron un inútil intermediario cosa-expresión era en realidad el único puente para alcanzar las cosas del mundo; los de Balnibarbi pretendían usar las cosas mismas cuando las palabras les evitaban la pesada tarea de cargar un bulto lleno de cosas, incluso a quienes se permitían el lujo de tener uno o dos criados que les acompañaran (2).

El lenguaje, la lengua, las palabras: inventos que pronto se volvieron necesidad, aparejo indispensable, creado para exteriorizar el pensamiento y convertido luego en su vehículo natural. Y, si no, ¿Quién puede pensar sin palabras?

En el centro de esta capacidad vive el signo, en el que somos, nos movemos y existimos; cuando nacemos, los signos nos reciben , con ellos y por medio de ellos aprendemos lo que es fundamental para la vida y, al final, entre los signos –algunos ya acendrados en nosotros-, la dejamos.

Lo paradójico es que aún siendo una característica fundamental del hombre, el lenguaje no es una actividad natural, como podría serlo la posición erguida; si lo fuera, no habría idiomas tal como no hay nacionalidad en ponerse en pie; no obstante, lo que sí le es natural al hombre es lo que hace entendibles los actos lingüísticos mismos, es decir, la capacidad de significar, y por eso todas las sociedades, desde las más primitivas, tienen una lengua.

En su Curso de lingüística general, Ferdinand de Saussure define signo como “la combinación del concepto –significado- y de la imagen acústica –significante-”; (3) en contraste con este modelo diádico, Charles Sanders Pierce planteó la tríada compuesta por el representamen –forma que el signo toma-, el interpretante –sentido que da el signo- y el objeto –referente al que el signo refiere. Pierce se basa en que la función representativa del signo es considerado como tal por un pensamiento o interpretante y no en su conexión con el objeto o en el hecho de que sea imagen de él; es decir: la síntesis proposicional implica una relación significativa, una semiosis.

A esta última tradición se adhiere Umberto Eco en su obra semiótica, en la que denomina como signo todo lo que a partir de una convención previa puede entenderse como “algo en un lugar de algo más”. Para Eco, la semiótica ocupa cualquier cosa que pueda considerarse como signo y, si signo es lo que puede considerarse como sustituto significante de cualquier otra cosa, la “semiótica es, un principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir.” (4)

Por ejemplo, la voz /perro/ no es un perro, es sólo la palabra que significa la idea de “perro”; la palabra escrita perro no es tampoco, es la combinación de grafías que sustituye a la palabra /perro/, que, a su vez, significa el concepto de lo que hemos acordado se entiende por perro; esto quiere decir que yo, mediante los signos que usted lee ahora, puedo decir “perro” cuantas veces quiera, sin que haya uno presente; también puedo decirle que mi perro, en total desacuerdo con lo que escribo, se ha puesto a ladrar como loco. No sé si me habrá creído, pero, como los signos son sólo “sustitutos de realidad”, bien puede ser un mero invento mío. De hecho no tengo perro, y los locos –al menos todos los que no se creen perros- no ladran. La cuestión es que no hay nada de lo que llamamos perro en lo que un perro es y, entonces, ¿diría usted que el perro existe? ¿Lo que es un perro es la palabra “perro” o, más bien, perro constituye lo que es un perro? (5) ¿Un perro es “un perro” o perro es un “perro”? ¿Son puras mentiras?

Mentir
, dice el diccionario, es: decir lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa, pero también es “inducir al error” y “fingir” o “aparentar”. Miente el que contradice la verdad, pero miente también el que sólo la oculta. Decir entonces que la facultad simbolizadora que permite el lenguaje esconde las cosas detrás de un signo, es más cierto cuando al “detrás” se agrega un “y a través de”; así, la suya es una mentira necesaria que se perdona sin sospecha porque nos acerca la realidad y nos deja interpretarla, y hasta transformarla, como sucede con la escritura.

El escritor, como todo artista, capta el mundo desde un sitio especial; inspira realidad, no la copia: “conocemos la melancolía porque Shakespeare creó Hamlet, [así como] amamos la luz blanca temerosa del sol porque tenemos en la mirada a Monet y Pizarro.” (6) El discurso de Vivian de Wilde afirma: “Siempre la literatura se anticipa a la vida”, y porque el arte no expresa sino su propio ser, es necesario que cultivemos el arte perdido de la mentira, una buena mentira, la que constituye su propia prueba. Entonces se podrá entender en que sentido la naturaleza sigue al pintor y toma de el por patrones de semejanza, el arte “es un velo más que un espejo. […] A sus ojos la naturaleza no tiene ni leyes ni uniformidad. El arte obra milagros a su atojo.” (7)

El arte no expresa sino su propio ser; la esencia del hecho estético o esta en la figura del artista, el artista no piensa antes de actuar, piensa haciendo y hace pensando; el artista no tiene la obra ante sí antes de ejecutarla, la creación viene de fuera y pasa por él, no surge del fondo del alma de quien escribe, -más bien- producto de un encuentro, de la síntesis entre la naturaleza y lo que sabe el mundo, la unión de sensibilidad y sentido.

Sólo el novato cree que la escritura es lo que de ella dicen los libros, la tarea de representar ideas o palabras por medio de signos finitos llamados letras. (8) La escritura no puede ser sólo representación de la palabra hablada y a su vez de la realidad; es más “un gran potentado”, como pensó Gorgias en el Encomio de Helena, que, con muy pequeño e imperceptible cuerpo, lleva a cabo obras divinas; por eso para el sofista, quien engaña, quien miente, es más sabio y mejor que quien no lo hace.

Dice Roland Barthes: “Saber que no escribimos para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir nunca harán que me ame quien yo amo, saber que la escritura no compensa nada, que no sublima nada, que está precisamente allí donde tú no estás, es el comienzo de la escritura”. Explica: “El enamorado escribe porque quiere dar lo mejor de sí, pero descubre que su regalo no llega a su amada, porque en el trayecto la escritura toma una especia de autonomía que le impide reflejar su don”. (9) Y agrega: “El lenguaje es una piel, yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a manera de dedos o dedos en la punta de mis palabras”.

¿Qué es la literatura si no una forma de tomar partido frente a las cosas de la realidad? Ni el mas ingenuo realismo podría negar que lo escrito en el papel es sólo mentira, donde todo lo que se puede decir es que no se puede decir todo y no nos queda más que inventar nuevos lenguajes, escribir otras realidades, mentir y mentir y esperar a ser leído.
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(1)Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver (1726-1735).
(2) En “El idioma analítico de John Wilkins” de su libro Otras inquisiciones, Borges nos dice: “En el idioma universal que ideó Wilkins al promediar el siglo XVII, cada palabra se define a sí misma. […]”
(3) Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general, Buenos Aires: Losada, 1980. p.129.
(4) Umberto Eco, La escritura ausente, Barcelona: Lumen 1999. p.22.
(5)”Si como el griego afirma en el Cratilo, el nombre es arquetipo de la cosa, en l nombre rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo.” “El golem” de Jorge Luis Borges.
(6) María Bettetini, Breve historia de la mentira, Madrid: Cátedra, 2002. p.115.
(7) Oscar Wilde, La decadencia de la mentira, Madrid: Siruela, 2001. p.54.
(8) Chesterton dice al respecto: “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal…”. Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y chillidos.
(9) Roland Barthes, Variaciones sobre la escritura, Barcelona: Paidós, 2002. p.182.