viernes, 7 de enero de 2011

El Diablo


Satán, Satanás, Lucifer, Beelzebub –o Berlcebú–, Luzbel, Belial, Azazel, Mefistófeles, Mastemah, Sammael, Asmodeus, El Príncipe de las Tinieblas, El Maligno, El Ángel Caído, La Bestia, El Padre de las Mentiras, El Adversario, El Asesino desde el Principio, El Amo del Averno, El Demonio…

Muchas son las denominaciones y otros tantos los disfraces con que ha sido investido el Diablo, esa temible y tentadora figura que, a lo largo de más de tres mil años, ha rondado a nuestras almas y nuestra fe. Pero, ¿es él en realidad la encarnación del mal o su presunta existencia obedece a nuestra necesidad de explicar la maldad en el mundo? ¿Acaso simplemente ha sido una creación, un instrumento de control para someter a la grey de todos los tiempos y justificar la persecución de “los otros”? ¿Cómo obtuvo sus cuernos, su cola, su trinche, sus patas cabrías y el peculiar hedos a azufre? ¿Es el Diablo el primer revolucionario de la historia, el peor adversario del género humano, el eterno chivo expiatorio o el líder de una batalla cósmica que, por cierto, está perdida de antemano?

MÁS SABE POR VIEJO QUE POR DIABLO

Para entender la figura del Diablo hay que remitirnos a la alborada del hombre e imaginar su primitivo cerebro esforzándose por explicar un entorno que un día lo bendecía con sol, lluvia y cosechas y, al día siguiente, sin motivo aparente, lo castigaba con terremotos, sequías, dolor, hambre o la muerte. Ante su vulnerabilidad y la incapacidad de descifrar esta sucesión de buena y mala fortuna, el hombre empezó a construir en su mente los conceptos de “el bien” y “el mal” como fuerzas externas, inevitables e inexplicables. Para los Neanderthal, que vivían en condiciones hostiles, estas fuerzas tomaban la forma de los animales con cuernos que eran su alimento y una amenaza a su vida. Este conflicto vital y la necesidad de referirlo a entidades superiores se plasmó hace nueve mil años en las pinturas rupestres, donde se encontraron arcaicas representaciones del Dios Astado del Norte –mitad hombre, mitad bestia con cuernos de venado y cola de caballo–, cuya representación derivaría en la del dios Loki escandinavo y el Cernunnos celta. Sus astas, a la postre, se convertirían en los temidos cuernos de Barcebú.

Oficialmente, ¿quién es el Diablo? Según está asentado en el Libros de los libros, su nombre en hebreo es Satán y en el origen fue creado como un ángel que, impulsado por su envidia hacia el género humano, pervirtió el paraíso terrenal valiéndose de la tentación de Adán y Eva. El nombre de Satán aparece por primera vez en el Antiguo Testamento, donde lo vemos como un “agitador” que desafía a Dios a costillas del pobre y paciente Job. Después de su disputa moral con el Todopoderoso, Satán organiza una rebelión contra la autoridad divina y desciende, junto con un grupo de ángeles, a la Tierra, donde por lujuria se uno con “las hijas de los hombres”, perdiendo así sus derechos divinos. En este valle de lágrimas, Lucifer, “El Ángel Caído”, asume la misión de corromper a los hombres y convertirse en el adversario de Dios. Tras la pasión y muerte de Jesús –a quien también tuvo oportunidad de tentar durante los 40 días de ayuno en el desierto–, se restableció la alianza entre Dios y su pueblo, por lo que el Diablo perdió su dominio en la Tierra; sin embargo, aunque su poder es notablemente inferior al de su creador, mantiene el rol como su antagonista y fuente de toda maldad.

Resulta curioso que, a pesar del papel preponderante que juega como líder de la resistencia en la batalla cósmica, “el Diablo se menciona poco en la Biblia y su imagen se ha forjado como una abstracción dogmática en las mentes de los fieles”. De hecho, todo parece indicar que Satán se erige como la encarnación del mal absoluto a partir de la necesidad de eximir a Yahvé de la responsabilidad de la maldad en el mundo: si hay un Dios éste es el Bien Absoluto, el mal no puede provenir de él; así, debe de existir otra entidad, muy poderosa, que justifique la existencia de la enfermedad, el dolor, el crimen, la crueldad, las calamidades… y ése es Satanás.

EL DIABLO SIEMPRE ES EL DIABLO

Durante la expansión cristiana de los primeros siglos de nuestra era, los evangelizadores adoptaban una actitud ambigua respecto a las religiones locales de los sitios a los que llevaban la palabra: por un lado permitían un sincretismo de las figuras cristianas con las deidades locales, con el fin de facilitar la introducción del dogma, pero más tarde la Iglesia “demonizaba” a toda deidad o ritual no cristiano. Así, las inocentes creencias y los ritos tradicionales de las poblaciones “bárbaras” se convirtieron, a los ojos de los evangelizadores, en sinónimos del culto a Satán y sus huestes. Esto explica cómo fue que la morfología de deidades no cristianas sirvió para configurar la anatomía del Señor de la Oscuridad: del panteón egipcio toma color rojo de Seth; del Baal fenicio y de los ya mencionados Loki y Cernunnos, la cornamenta; del Ahriman persa, la idea del contrapeso a la bondad absoluta; de la Grecia clásica toma prestado el tridente de Poseidón, y Pan, hijo de Hermes, le aporta la cornamenta, el cuerpo hirsudo, las patas de cabra y, sobre todo, su avidez sexual, que los exégetas cristianos del siglo V habrían de condenar.

Pero no sólo las divinidades que rivalizaban con el cristianismo fueron objeto de esta demonización, ya que, durante el Medioevo, los cristianos europeos dieron un rostro a los enemigos que los atacaban y crearon un diablo que capturara la imaginación popular. Al igual que sucedió con los nórdicos, los musulmanes se convirtieron en diablos y brujas, especialmente durante la expansión del Islam y las Cruzadas, en las que los peores enemigos de la fe –el musulmán y el Diablo- fueron vistos como uno.

EL DIABLO SABE A QUIÉN SE LE APARECE

Por otro lado, la demonización de los judíos fue uno de los primeros y más duraderos ejemplos del hábito cristiano de estigmatizar como sirviente del Príncipe de las Tinieblas a cualquiera que no compartiera sus creencias. Cualquiera que fuera “otro” era vinculado con el “otro”: Satán. Además, la grey cristiana sabía que “los judíos” eran culpables de la crucifixión de Jesús, de modo que no se explicaban cómo podrían haber realizado la atrocidad más grande la historia si no fueran siervos de Satán. Alimentados por este desprecio, los rostros de los demonios y del Padre de las Mentiras fueron pareciéndose cada vez más a los de los “infieles” sarracenos o judíos: ojos grandes y oscuros, mirada profunda, nariz aguileña y una hirsuta barba rizada. Mitad hombre y mitad bestia, estas horrendas criaturas eran ambiciosas, falsarias, llenas de envidia y siempre dispuestas a dar rienda suelta a su lujuria, corrompiendo la carne del creyente en su forma de íncubos y súcubos.

Durante la alta Edad Media, cerca de cien mil personas, entre brujas y herejes fueron juzgadas como adoradoras del Diablo y traidoras a la fe, y condenadas a muerte. En medo de la histeria medieval, cualquiera que fuera tu enemigo debía de ser seguidor de Satán… o podía simplemente ser acusado de ello, lo que garantizaba su muerte entre atroces torturas. La aparición en escena de Martin Lutero sólo avivó más las llamas inquisidoras, ya que la propagación de las ideas reformistas exacerbó el miedo de la Iglesia Católica y la hizo buscar con mayor esmero cualquier vestigio demoniaco… o reformista. Llama la atención que, en esta época, Lutero afirmara que era Satanás quien controlaba el Vaticano, mientras que para los católicos el alemán era “un siervo a quien Satanás le hablaba al oído”. Queda claro que los horrendos cuernos de Sammael, igual que al principio de la historia, continuaban –y aún continúan- representando las inexorables e invisibles fuerzas enemigas que nos atacan desde el exterior.

EL QUE DA Y QUITA, CON EL DIABLO SE DESQUITA

El humanismo renacentista, la abolición de la Inquisición y la llegada del racionalismo fueron duros reverses para el Seños de las Moscas, ya que, después del siglo XVII, hablar del Diablo era visto como síntoma de un pensamiento arcaico, retrógrada y medieval. Pero la fascinación por el Adversario como signo de los ámbitos más oscuros floreció de manera insospechada en el campo del arte y de la literatura. Si se habla del Diablo, resultaría imperdonable no referirnos, aunque sea de paso, a Dante Alighieri y a su Divina Comedia –en especial a los 33 cantos del Infierno, donde, al final de una extenuante jornada, el florentino queda en presencia de un enorme Satanás que rumia a Judas Iscariote por toda la eternidad-. También debemos recordad el Paraíso perdido, de John Milton, y El Fausto, de Goethe, los cuales ayudaron al Diablo dotándolo de carne y personalidad.

Este personaje arquetípico nos lleva a los verdaderos satanistas, aquellos que, por sed de poder, riquezas o placeres sexuales, realizaban un trueque espiritual con el Maligno. La lista es inagotable; baste recordar a Gilles de Rais (1404-1440), ex compañero de armas de Juana de Arco, quien celebraba salvajes misas negras y a quien se le adjudicó la muerte de unos 300 niños posiblemente sacrificados en esas ceremonias; Aleister Crowley (1875-1947), ocultista inglés que a menudo es calificado como el artífice de la resurrección del culto diabólico a principios del siglo XX; y Antón Szandor LaVey (1930-1997), el “Papa Negro”, autor de la Biblia Satánica y creador de la Iglesia de Satán, con sede en la ciudad de San Francisco, cuya credibilidad se vino a pique al ser acusado de fraude y de comercial con la imagen del Príncipe de los Demonios para amasar una enorme fortuna.

EL MISMO INFIERNO PERO CON OTRO DIABLO

En nuestros días el Príncipe de las Tinieblas, a pesar de sus idas, venidas y transformaciones en innumerables avatares, sigue bien vivo agitando su puntiaguda cola. Su nombre nos invade por la boca -¿quién no ha degustado unos ostiones a la diabla, unas devil wings, o un Casillero del Diablo?-, por los oídos con Symphony for the Devil, de “Sus Satánicas Majestades”, los Rolling Stones; hasta la más virulenta manifestación del black metal escandinavo, que hace ver al tal Marilyn Manson como una colegiala –y por los ojos- ahí están la dulce Linda Blair hospedándolo e su cuerpecito en El exorcista (1973), Robert de Niro en Corazón Satánico (1987), Al Pacino en El abogado del Diablo (1997), el protético Señor de la Oscuridad de Leyenda (1985) o, mejor aún, Elizabeth Hurley encarnando a la tentación en Al Diablo con el Diablo (2000).

Y como el tema es extenso y el espacio poco, sólo resta darle a usted un consejo, querido lector: condúzcase según la moral dicte, pero temple su alma y evite las tentaciones. Estoy segura de que nadie le apetecerá visitar, sin boleto de regreso, la mansión de los fuegos eternos. Así que, ya sea usted creyente, ateo, agnóstico, escéptico… ¡o hasta antiséptico!, mejor muestre respeto por el Hombre Rojo.

lunes, 3 de enero de 2011

La tentación de la ventana, los escritores suicidas


El diccionario nos avisa que suicidio es una “voz formada a semejanza de homicida, proveniente del latín sui, de sí mismo, y caedere, matar”. De modo que suicidarse es matarse a sí mismo, aunque también puede darse el caso del suicidio inducido por otro: Nerón obligó a Séneca y el filósofo se cortó las venas, tomó veneno y, por último, agobiado por el asma, se asfixió en las termas. ¿Y cómo no recordar la cicuta que acabó con la vida de Sócrates?

La decisión de autodestruirse es milenaria y exclusiva del género humano. A partir de la heroificación del “yo”, en el siglo XIX, ciertos suicidios adquirieron una aureola romántica, un nimbo que los mitificaba. Recordemos cómo la lectura Las cuitas del joven Werther de Goethe provocó numerosas muertes entre los jóvenes de su generación.

La tendencia a la autoinmolación –cuyos extremos oscilan desde la muerte silenciosa hasta el famoso harakiri- es potenciada por varios factores: la baja tolerancia a la frustración, una descolorida autoestima, pérdida de lazos afectivos, falta de interés en el mundo, desequilibrios de la química cerebral y no se descarta, incluso, una arista genética . Nadie, es cierto, está exento de elegir el camino de la muerte, pero los escritores, poseedores de una sensibilidad exorbitada, son acaso los seres más vulnerables. Comentemos, pues, algunos casos célebres.

Los filósofos vencen la tentación del suicidio acaso porque no son tan atormentados –como los poetas-, gracias al diálogo crispante entre la lucidez y la sensibilidad extrema. Si navegamos el vasto mar de la historia de la filosofía encontraremos escasos ejemplos de pensadores suicidas: Auguste Comte, deprimido por la ausencia de su mujer –una prostituta con quien se casó, según dijo, como resultado de un “cálculo generoso”-, se arrojó, sin conseguir su propósito mortal, a las aguas del río Sena; a las aguas del mismo río donde muchos años después se lanzaría el poeta Paul Celan el autor de Fuga de la muerte: “Cavamos una tumba en los aires , ahí no hay estrechez”. Por otro lado, Ángel Gavinet –más novelista que filósofo-, el adelantado de la generación del 98, murió en las aguas del río Duina.

La lista de los poetas o escritores suicidas, en cambio, es enorme, y las formas que eligen para suspender “la cadena de milagros que es la vida” –como la llamó el poeta brasileño Manuel Bandeira-, son múltiples: la defenestración –arrojarse por la ventana-, el disparo, la soga, el veneno, el iracundo mar o el gas, que abrevió los días de la poeta estadounidense Sylvia Plath (1932-1963), quien escribió el poemario Ariel, dejando una breve nota junto al horno donde sumergió su cabeza: “Debería haber un ritual para nacer dos veces: remendada, reparada y con el visto bueno para volver a la carretera”; penosa manera de decir adiós al mundo.

Ignoro si por razones de índole práctica un hombre como José Asunción Silva (1865-1896), artífice de un nocturno de versificación acentual perfecta, prefirió la bala en el corazón, en ese corazón localizado por el trazo tembloroso del médico que, según narra Raúl González Tuñón, atendió al poeta poco antes del crepúsculo. Sin asideros afectivos firmes tras la muerte de la hermana, después de que naufragara parte central de su obra y que eclipsara los negocios heredados del padre, autor del “Nocturno” decidió romper la cadena de sus infelices días: “Era el frío del sepulcro, era el frío de la muerte, / era el frío de la nada… / y mi sombra / por los rayos de la luna / proyectada”.

¿Por qué la poetisa argentina Alfonsina Storni (1892-1938), atribulada por una grave enfermedad, eligió el mar para borrar sus lágrimas? Aquellas lágrimas caían, como en uno de sus más entrañables poemas, “de los ojos a la boca con sequedad de siglos”. Storni había cantado al mar: “Oh mar, dame tu cólera tremenda / yo me pasé la vida perdonando, / porque entendía, mar, yo me fui dando: / piedad, piedad para el que más ofenda”.

Durante la víspera de su última actividad, el futuro suicida toma dos decisiones fundamentales: la elección de la manera de morir: forma es fondo. Es cierto, no todos los suicidas preparan el escenario y la circunstancia de su despedida, pero algunos eligen entre la violencia y el tranquilo desasimiento del mundo: comparemos, por ejemplo, el balazo en la boca del poeta chileno Pablo de Rokha (1894-1968) con los pies desnudos de Virginia Woolf que se hunden en el río Ouse, o con el Seconal que interrumpió la poesía de Alejandra Pizarnik (1939-1972); la cobarde temeridad del suicida adopta métodos disímbolos.

En el gremio de los narradores sobresalen también ejemplos notables. El atormentado escritor romántico Heinrich von Kleist buscó la muerte desde su adolescencia, cuando se dio cuenta de que la razón no era suficiente para vivir y, finalmente, la encontró el 21 de noviembre de 1811 a los 34 años junto con Henriette Vogel –con la que hizo un pacto de muerte-, no sin antes quemar el resto de su obra. Después de escribir sus cartas de despedida, se instalaron en un hotel tan serenos y felices como unos lunamieleros, subieron a la montaña y tomaron un té. Él le disparó en el corazón y después se pegó un tiro en la boca. El escándalo de su muerte causó conmoción e hizo que la crítica reparara, al fin, en su obra.

Hay escritores que presagian, en el seno de algunas de sus creaciones, la malhadada circunstancia de su autodestrucción. Tal es el caso del novelista norteamericano Jack London –cuyo verdadero nombre era John Griffith–, que en su obra Martin Eden nos presenta al personaje protagónico, transposición nítida del propio autor, un hombre que cumple un destino trágico –durante un crucero por los Mares del Sur- a pesar del éxito, de la gloria y del dinero. Jack London, abrumado por los multiplicados fantasmas del delirio alcohólico, se suicidó en Glen Ellen, California.

Un halo de irresoluble misterio rodea aún famoso pacto de muerte de Stefan Zweig y su esposa Elizabeth –Lotte. El biógrafo, novelista y traductor austriaco se suicidó a los 61 años, junto con su mujer, en Brasil, donde había vivido los últimos años de su vida. Veronal o formícida fue la sustancia ingerida por la pareja y, tras la doble muerte, se descubrieron cartas anónimas que amenazaban al autor de 24 horas en la vida de una mujer, Impaciencia del corazón y la confusión de los sentimiento y, asimismo, se encontró una declaración final, que iniciaba –¡qué extraño!– en primera persona de singular, como si la decisión hubiese sido monolítica: “Antes de dejar la vida por mi propia voluntad…”. Se cree que la motivación del acto fue la percepción, para un hombre ultrapacifista, de la insoportable ruindad del mundo: “el destino me ha condenado con una mirada insobornable, una mirada dura, pero un corazón frágil”.

Una forma distinta de desaparecer practicó el autor de El viejo y el mar: un escopetazo eclipsó el talento de Ernest Hemingway, quien pasó sus últimos días agobiado por intensas oleadas paranoica, por el alcohol, ¿quizá?, por sus propios fantasmas, ¿tal vez? Nunca sabremos si, abatido por una depresión que le calaba a los huesos, José Agustín Goytisolo (1928-1999) –miembro de una prestigiosa familia de escritores catalanes– decidió arrojarse por la ventana a la región de nadie, o si sus pies resbalaron a la hora de auscultar aquella boca de la muerte. El cuerpo de Goytisolo había volado desde un tercer piso, en agonizante invierno de 1999, hacia el asfalto de una calle barcelonesa. Se trataba, como se intitula uno de sus libros, del Final de un adiós. El creador de “Palabras para Julia” y otras canciones había cedido a la tentación de la ventana: “Tú no puedes volver atrás / porque la vida ya te empuja / como un aullido interminable. / Hija mía, es mejor vivir / con la alegría de los hombres, / que llorar ante el muro ciego”.

El novelista cubano Alejo Carpentier escribió que los poetas son los seres más indefensos del mundo. En las páginas de la creciente literatura universal, el censo de poetas suicidas habrá de ser inmanejable. Y quizás no haya esperanza para evitar el despeñadero sin fin de estos seres atormentados, siempre en el límite de la desolación y el desahucio al comprender el sinsentido que es la vida.