domingo, 21 de noviembre de 2010

El arte de las etiquetas de vino


“Y así, cuando en racimos beba la claridad
para olvidar mis penas en torpe vaguedad,
feliz, alzaré al cielo las uvas ya vacía
soplaré en sus pellejos y, ebrio de alegría
miraré a través de ellos hasta que muera el día.”

La Siesta del Fauno, Stéphane Mallarmé


Una manera –entre muchas- de aproximarse y abordar la cultura del vino es por el arte de sus etiquetas, las cuales, en muchísimas ocasiones nos atraen, son sugerentes y se convierten en un factor importante, si no es que determinante, para que escojamos un vino ya sea en el supermercado o en la tienda de especialidades.

Cómo se comercializaba el vino en antaño, los orígenes de la botella y del corcho y la historia de la etiqueta son temas de otro artículo. En éste, sólo mencionaremos que la etiqueta nació con el propósito de ser una “marca”, un “certificado” que “garantizaba” la autenticidad, la procedencia y el origen del vino, cuando éste era comercializado en Bordeaux por algunos negociantes londinenses en el siglo XVIII. De esta manera, inadvertidamente se estableció una relación terroir-château- gran vino, marcando la atención de calidad.

A partir de ese momento los vinos comenzaron a ser juzgados, apreciados y pagados en función de calidad. La etiqueta empezó así a dotar de identidad al vino. En un principio, las etiquetas cumplían con funciones meramente informativas acerca de la región y comuna de procedencia: Médoc –la comuna-, Bordeaux –la región-, pero no mencionaban el nombre del château, ni la añada, y menos aun tenían limitantes por restricciones u obligaciones, ya que podían incluir o excluir tanta información.

Las primeras reglamentaciones concernientes a las etiquetas de los vinos coinciden con la introducción legal de las denominaciones de origen de diversos países, durante la primera mitad del siglo pasado. Hoy en día la etiqueta es la cartilla de identidad del vino, que además nos da información sobre diversos tópicos: volumen, grado alcohólico, región, añada, etcétera.

El diseño de la etiqueta ha tenido un desarrollo impresionante en la industria reciente del vino, a pesar del gran número de productores en el mundo que se conforman imprimiendo sus etiquetas con el impresor de la esquina.

Por otro lado, es interesante apuntar que, aunque no cabe duda que hoy como nunca antes tenemos acceso a gran diversidad y calidad de vino, son todavía pocos los comerciantes que nos pueden aconsejar sobre cualidades y características de tal o cual botella. El vino se tiene que vender solo, y es tanto en las etiquetas como en las marcas que el productor tiene que reflejar los atributos y la personalidad de su vino, su estilo y su carácter. Pero, más aún, cuando la etiqueta es artística nos transmite equilibrio, color, firmeza –todas éstas cualidades también de un buen vino.

No olvidemos que la etiqueta no es lo esencial en una botella de vino, sino que es como el marco de una obra de arte. No forzosamente una bella etiqueta es garantía de que lo contenido en la botella sea soberbio, ni que todo lo dorado de la misma signifique que nos tomaremos un vino de clase. Muchas veces he deseado que el diseñador de arte de la etiqueta hubiera sido también el responsable en la elaboración del vino.

Cuando hablamos del vino y el arte de su etiqueta tenemos que hablar obligatoriamente de la conjunción más feliz entre un gran vino y el arte plasmado en sus etiquetas: el Mouton Rothschild, uno de los grandes vinos del mundo. Fue en 1924 cuando el barón Philippe de Rothschild –a la sazón, joven no convencional, rico heredero, amigo de artistas e innovador- decidió encargarle al artista de carteles, Jean Carlu, el diseño de la etiqueta del carnero. Y a partir de 1945, “año de la victoria”, concibió la idea de enriquecer la etiqueta de su vino con una obra de arte que encomendaría cada año a diversos artistas; así nace la tradición y entre ellos podemos encontrar pintores, dramaturgos, poetas, escultores, calígrafos y arquitectos, en fin, hasta al director de cine estadounidense, John Houston, le dedica su etiqueta en 1982.

Por esa galería internacional han desfilado: el poeta Jean Cocteau (1947), Geroges Braque (1955), Salvador Dalí (1958), Joan Miró (1969), Marc Chagall (1970), Vassili Kandinsky (1971), Pablo Picasso (1973), Andy Warhol (1975), Francis Bacon (1990), Balthus (1993) y Rufino Tamayo (1998). A la fecha, solamente en tres años la ilustración de la etiqueta no ha sido efectuada por un artista célebre contemporáneo, las excepciones son: 1953, año de la conmemoración del centenario del château; 1977, homenaje a la reina madre de Inglaterra en ocasión de la visita que hizo al château en abril de ese año, y en el 2000, año en que la baronesa Philippine de Rothschild decidió que la botella misma fuera un objeto de colección ilustrando la etiqueta con el pequeño Bérlier d’Augsbourgh emblema de Mouton Rothschild.

Cuando apreciamos esas obras de arte representan escenas de copas de vino derramadas –presagio de alegría-, cortejos de bacantes, faunos, bacanales, carneros bebientes, carneros danzando en pleno delirio báquico –a veces bailando en zarabanda-, paisajes bucólicos, racimos de vid, sarmientos, cálices celebratorios, placeres de la mesa, nos remitimos siempre a celebrar, a celebrar la alianza inmemorial del vino con el hombre, con todos los sentidos del hombre.

El vino, al igual que los artistas, nos descubre su propio universo; los pintores, como el vino, pretenden ser universales. Nos regocijamos por la magia del arte de la magia del racimo, por la euforia que nos provoca el arte y la euforia de beber, y por ese don de la tierra que es el vino.