lunes, 15 de octubre de 2007

Drácula: Hombre, mito y superstar



Al principio, Drácula fue un hombre de carne y hueso. No era conde, sino príncipe —o, en su idioma nativo, voivode— y respondía al nombre de Vlad III. Nació en la región de Transilvania,(2) en 1431, en un poblado llamado Sighisoara. Fue hijo del gran Vlad Dracul —de ahí su nombre, Drácula, «hijo de Dracul»—, príncipe de Valaquia y miembro de la Orden del Dragón.

El tránsito por el poder del joven Vlad se debatió entre convenientes alianzas con los turcos otomanos y con el vecino Imperio Húngaro, aunque, como miembro de la Orden del Dragón, debía su lealtad a estos últimos, por el simple hecho de ser cristiano. En 1448, apoyado por los turcos, reclamó el trono de Valaquia, pero pronto fue destronado y se refugió en Moldavia, un territorio húngaro. En 1456, cobijado esta vez por los húngaros, retornó a Valaquia y estableció un reinado que duró hasta 1462. Durante su estancia en el trono, Vlad ganó fama como un gobernante implacable y extremadamente cruel. Fue apodado «Tepes» —que significa «El Empalador»—, debido a su predilección por el empalamiento,(3) tortura con la cual despachó a miles de compatriotas y enemigos turcos. Cuando la furia otomana lo hizo dimitir y volver a Moldavia, el príncipe húngaro Matías Corvinus (h. 1440-1490) lo hizo encarcelar durante doce años. Al ser liberado, Vlad organizó una incursión que le permitió acceder al trono una vez más, pero terminó asesinado en 1476 y su cadáver sin cabeza fue sepultado en Snagov, Rumanía. Históricamente, el pueblo rumano considera a Vlad Tepes como el consolidador de la identidad nacional, el artífice de la emancipación del dominio húngaro y el gran vencedor sobre el Imperio Turco.

En las décadas que siguieron a su muerte, los enemigos de Tepes hicieron correr terribles historias que magnificaban su crueldad, con el fin de desacreditarlo —de hecho, algunas crónicas de la época reportan que, en un exceso de furia, llegó a ejecutar hasta 30 mil infelices almas en un solo día o que gustaba de hervir a sus enemigos e, incluso, beber su sangre—.(4) Y aunque esta ominosa reputación fue la que cruzó las fronteras, en su antiguo reino se decía que en realidad la tumba de «El Empalador» estaba vacía, que él había vuelto del más allá y que aguardaba en la oscuridad el día en que fuera necesario su regreso… Una leyenda local más, que quizá jamás hubiera llegado a nuestros oídos, de no haber sido por otro singular sujeto, irlandés, para más señas.

Drácula, el mito

Bram Stoker, el padre del vampiro moderno, nació en Dublín en 1847. Fue un niño de constitución débil que pasó su infancia en cama, por lo que estuvo expuesto a las supersticiosas leyendas irlandesas que le relataba su madre. En su juventud, su admiración por el actor Henry Irving (1838-1905) lo hizo aventurarse en el mundo del teatro, primero como crítico y más tarde como escritor y empresario. Su primera novela, The Primrose Path, fue publicada en 1875. Quince años más tarde conoció al viajero y experto en folklore Arminius Vambéry (1832-1913), de quien al parecer escuchó por primera vez las leyendas sobre vampiros de Transilvania y de su temible príncipe Vlad —que sin duda fue la fuente de inspiración para crear a su más famoso personaje—. Tras siete años de ardua investigación sobre medicina, zoología, leyendas y ocultismo, Stoker publicó Drácula en 1897.

La novela revivió al casi olvidado soberano rumano e importó a Europa occidental el mito eslavo del vampiro, al cual despojó de su aspecto tradicional —tez incolora, ojos rojos, enormes fosas nasales, colmillos, con un hedor a muerto y a sangre coagulada—, canjeándolo por el de un aristócrata exótico, aséptico y seductor. Los lectores londinenses se rindieron ante el encanto del siniestro conde y ante una historia que era contada a través de una variedad de estilos narrativos: entradas de diario, cartas, recortes de periódico y grabaciones fonográficas.

La trama, para quienes no la conocen, se desarrolla como sigue: Jonathan Harker, un joven abogado londinense, viaja a Transilvania para cerrar una venta de tierras con el misterioso conde Drácula. Al tiempo, éste se revela como vampiro y mantiene prisionero a Jonathan, quien alcanza a escapar milagrosamente. Para entonces, Drácula se establece —junto con varias cajas de tierra transilvánica— en Londres, donde conoce a la virtuosa Mina —prometida de Jonathan, a quien toma por la reencarnación de su amada Elisabetha— y a Lucy, quien habrá de convertirse en su concubina y, a la postre, en vampira. De vuelta en Londres, Jonathan reconoce al conde y, con la ayuda del cazador de vampiros Abraham van Helsing, logra ponerlo en jaque y hacerlo regresar a su patria. La historia alcanza su clímax durante la persecución del vampiro en su regreso a Transilvania, cuando Van Helsing se vale de la hipnosis y de la conexión mental entre Mina y Drácula para rastrear al conde. El no muerto halla, al fin, el descanso eterno a manos de Jonathan y Quincey P. Morris —el único estadounidense en la historia—, a los pies de su propio castillo.

Si leemos entre líneas, la historia tiene un resabio totalmente victoriano: el hombre civilizado —a la sazón, inglés— se enfrenta al salvaje hombre oriental, que es cruel y primitivo, pero, a la vez, sumamente terrestre(5) y sexual. Por otro lado, Lucy y Mina simbolizan, respectivamente, a la mujer de ideas liberales y a la recatada esposa victoriana; la primera reniega de la maternidad y sucumbe a sus instintos y a la lascivia del vampiro, mientras que la segunda, incluso, considera el suicidio antes que dejarse seducir. ¿El desenlace? La feminista muere, es estacada y decapitada por su propio prometido… y la virtuosa sobrevive. Bastante didáctico.

La publicación del libro causó un enorme revuelo, por lo que Stoker, aprovechando el furor, montó una versión dramática de su novela, la cual, a pesar del éxito del libro, no fue muy bien recibida. Sería hasta 1923 cuando el actor y productor Hamilton Deane (?-1958) reescribiría la historia para el teatro, conservando la esencia de la historia, pero reduciendo sus alcances y eliminando algunos personajes. La obra, que constaba de tres actos y un epílogo, se estrenaría en Londres en 1927 y sería un rotundo éxito. Ese mismo año, Drácula emprendería el vuelo sobre el Atlántico y sería adaptada al gusto del público estadounidense por el novelista John Balderston (1889-1954). El estreno teatral de esta adaptación, en octubre de 1927, tomaría a Nueva York por sorpresa y encendería la «vampiromanía» que, hasta el día de hoy, nadie ha logrado extinguir. La demanda de la obra fue tal que tuvieron que formarse varias compañías para cumplir con los compromisos en todo el país. De estas filas de actores surgió quien definiría para siempre la imagen que tenemos del eterno vampiro: el húngaro Béla Ferenc Dezsõ Blaskó, mejor conocido como Bela Lugosi (1882-1956).

Drácula superstar
El vuelo definitivo del mítico conde sería hacia la pantalla grande: en 1931, el cineasta Tod Browning (1880-1962) filmó una versión de la obra de Deane, con Lugosi como protagonista. La estatura actoral de Bela y la efectividad de Browning para generar atmósferas tétricas hicieron de ésta una de las películas más determinantes de la historia del cine; un hito en la cultura popular y un éxito en taquilla que demostró cuán lucrativo podía resultar el cine de terror. Lugosi adquirió fama mundial y la categoría de superestrella, pero la tiniebla de la capa del vampiro habría de maldecirlo, ya que, después de su fugaz éxito, sería estereotipado como monstruo o vampiro y no volvería a encontrar un papel serio. Al final de su carrera, el decadente Lugosi estaba arruinado, era adicto a la morfina y se veía obligado a trabajar en filmes de poca monta. La muerte lo sorprendió filmando Plan 9 from Outer Space —que se estrenó hasta 1959 y fue considerada la peor película de la historia—; a petición suya, el eterno vampiro fue sepultado vistiendo la legendaria capa de Drácula.(6)

Décadas más tarde, la estafeta sería tomada por el gigantón Christopher Lee (1922), quien protagonizaría más de una veintena de cintas como el conde Drácula —la primera de ellas, Dracula A. D. 1972 (Alan Gibson, 1972)— y terminaría de incrustar la sangrienta imagen del rumano chupasangre en el inconsciente colectivo. Otros actores como Klaus Kinski —Nosferatu: Phantom der Nacht (1979), remake del Nosferatu de F. W. Murnau (1922)—, John Carradine —Sundown: The Vampire in Retreat (1991)—, Frank Langella —Dracula (1979)—, Gary Oldman —Dracula (1992)— o nuestro Germán Robles —El vampiro (1957)— apuntalarían su carrera enfundados en un elegante esmoquin, una capa roja y blandiendo unos temibles colmillos que hicieron gritar a millones de espectadores. Y aunque la literatura de vampiros es profusa —recordemos, por ejemplo, a Allan Poe, Polidori y Robert Bloch, así como las recientes crónicas vampíricas de Anne Rice— y las más modernas versiones incluyen a «no muertos» encarnados por Nicolas Cage, Kiefer Sutherland, Tom Cruise, Salma Hayek o Wesley Snipes, Drácula persiste en la cabeza de todo el mundo como el referente inevitable en esto de la «gastronomía hemática».

Nuestros días —que ya no nuestras noches— están plagados de dráculas: amén de los incontables filmes de todas las calañas, existen libros, cómics, disfraces, playeras, dientes postizos y hasta cápsulas de vistosa sangre artificial… Vamos, ¡yo mismo he disfrazado a mi hija de Chiquidrácula! Pero, para no dejarle este acre sabor a polietileno, quisiera cerrar con una elevada y lapidaria frase de Leonard N. R. Ashley: «Los vampiros nos ofrecen una vía para discurrir sobre temas prohibidos de la sexualidad; huelen no sólo a tumba, sino a fantasía sexual; alimentan nuestra imaginación sadomasoquista y necrofílica. Son Eros y Tanatos combinados». Un poco sangrón, ¿no cree?
____________________________________________________
(1) Para un contexto más amplio sobre el tema de Drácula, v. Algarabía 34, mayo 2007, Los chicos malos: «Los vampiros»; pp. 75-80.
(2) Actual territorio rumano, cuyo nombre significa «tierra más allá del bosque».
(3) El empalamiento, a diferencia de lo que se ilustra en esta página, consiste en insertar una estaca en el ano o la vagina de la víctima e izar al o la infeliz, de tal suerte que la fuerza de gravedad haga el resto. El suplicio puede prolongarse durante días si se usan estacas sin punta.
(4) El autor agradece a Juan Miguel Zunzunegui las aportaciones hechas a este artículo.
(5) En el sentido de apegado a la tierra… porque, al final, el vampiro emerge del suelo y de él obtiene su poder.
(6) Estos hechos son recreados en el filme Ed Wood (1994), de Tim Burton, en el que el húngaro es interpretado de manera soberbia por Martin Landau.

viernes, 12 de octubre de 2007